Ayer por la tarde salí a dar un paseo con la intención de visitar este año el mercadillo navideño de la gran plaza mayor de Madrid. El día había amanecido con una intensa niebla. Me levanté y me vestí para salir a la calle. Atravesé el portal y todavía la neblina estaba ahí. Pensé que los dioses habían bajado esta mañana para saludarme y les ofrecí una alegre bienvenida.
Hacía frío. La cara se me iba helando por momentos. Me cubrí con un pañuelo que suelo llevar y que me saca de estos apuros.
Cuando llegué a mi bar de siempre, me sirvieron el café caliente que me revivió por dentro. Entonces empecé a pensar en que esa tarde me acercaría al centro de Madrid.
La cara negativa de este proyecto es que ya intuía el horror al que me iba a enfrentar. Cientos de personas agolpándose en la puerta del Sol, empujones, pisotones, atascos de tráfico, en fin, todo lo terrible que ofrecen las grandes concentraciones de personas.
Una de las primeras premisas a las que me ajusté es no entrar en ningún centro comercial, porque debido al calor, y al agolpamiento, uno se empieza a sentir ciertamente enfermo, aparece el dolor de cabeza, el malestar, y a algunas personas, sobre todo las de edad, no aguantan y sufren lipotimias y desmayos que terminan en ambulancia e incluso hospital.
Por lo menos, estar en la calle, reanimado por el aire frío puedo soportarlo. Y así, como lo relato, sucedió...
Atravesé como pude, chocando continuamente con otras personas la puerta del sol. Me interné como pude por las callejuelas medievales que confluyen en la gran plaza.
Allí, aparecían un enjambre de luces sobre mi cabeza, pero en este caso no eran constelaciones de estrellas, sino adornos luminosos que el ayuntamiento de la ciudad coloca cada año cuando llegan estas fiestas tan tradicionales.
Los puestos eran singulares, de inspiración alemana o centro europea, repletos como siempre de las bonitas figurillas de cerámica y barro para montar belenes, así como todo tipo de pelucas, máscaras, y todo tipo de sombreros y gorros...
Al llegar a los soportales me fijé en un hombre con su hijo en brazos, ambos tenían puesta una careta de punki y se veían de lo más pintoresco.
Al lado un grupo de chicas se reían alegres y todas llevaban el gorro que hace furor este año y consiste en la emulación de una chimenea de color rojo.
A empellones y no sé cómo, pude llegar a entrar en uno de los bares que sirven bocadillos de calamares fritos que a mi me encantan. Lo comí avidamente con una caña de cerveza.
Acto seguido, caminé por las calles hasta llegar a la parada de autobús, pero las colas eran interminables, por tanto, atravesé media ciudad y llegué ante una parada de metro que me era óptima para regresar al hogar. Cuando llegué respiré aliviado y me serví una jarra de cerveza que me tomé tirado a lo largo sobre el sofá. Allí me invadió una sensación de liberación.
En ese instante de relajación vinieron a mi mente los colores de la noche, los danzantes de máscaras de navidad, las brujas con escoba en las viejas chimeneas de los tejados; pero también cruzaban el cielo trineos de cantarines renos, las risotadas del gordo rojo (Papa Nöel), montones de paquetes de todos los tamaños y formas imaginables, llenos de regalos, que se repartían por todas las calles...
Los cafés en los bares, las cañas, las tapas... e incluso los helados, que hay para todos los gustos.
Y no podían faltar los majestuosos e inmensos belenes, montados por los artistas paisajistas, que son visitados por miles de ciudadanos.
Arriba, muy alto, en medio de la noche estrellada, los grandes dioses Odín y su hijo Thor, reían y festejaban con grandes barriles de hidromiel. En el Valhalla también todos estaban rebosantes y los perros y los lobos roían los restos del festín.
Felices fiestas amigos.
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Anvik Herr Red (c) Madrid, 12.12.2010
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